Me contó que de pequeña había visto El Angel azul, con
Marlene Dietrich, y que había quedado profundamente afectada -conmovida-
por la triste y penosa humillación del viejo profesor de filosofía enamorado
de la fría y bella corista, que lo trataba con desprecio.
Le
dije que sí, que la entendía, que a mí me había ocurrido lo
mismo, que
me había sentido identificada con el viejo profesor (aunque yo
tuviera entonces
solo quince años) y que su fantasma me había perseguido toda la vida.
Caminamos
un rato sin hablar.
Ella
era directora de cine. Cuando llegamos frente a la puerta de mi casa, no
la invité a subir. Al despedirnos, me susurró al oído: “Tú eres
mi Marlene Dietrich”, y huyó.
La
frase me sacudió, nunca había pensado más que en el viejo profesor
y su
decadencia, pero había otra posibilidad, la de ser Marlene Dietrich, vulgar,
despreciativa, fría como la nieve. Me asombró. Durante unos días el
mundo pareció más luminoso, más placentero, más libre.
Pero
a poco el cambio de papeles fue perdiendo efecto y
me di cuenta de que tenía que ver otra película porque
no quería ser Marlene Dietrich. En casi todas las
películas había
alguien que amaba, y otro que no. Y Sartre que decía que el
infierno eran
los otros. Es que los alemanes habían ocupado París y robado los
cuadros.