viernes, 21 de noviembre de 2008

TIEMPO DE DESTRUCCIÓN











YouTube - El proceso 13/13




Edvard Munch, Angustia

I. Transporte de cuerpos y espíritus

Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez, pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos, al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo.

Primo Levi, Si esto es un hombre
(trad. P. Gómez Bedate, Muchnik Ed., Barcelona, 1987)

II. La banalidad del mal

Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.
(...)
También comprendo que el subtítulo de la presente obra puede dar lugar a una auténtica controversia, ya que cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que en el curso del juicio resultó evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que “resultar un villano”, al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann,
sencillamente, no supo jamás lo que se hacía.

Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén (Un estudio sobre la banalidad del mal),
(trad. C. Ribalta. Ed. Lumen, Barcelona, 1999)

III. Sobre “la banalidad del mal”, o el mal ejecutado por hombres corrientes, respondió así Jean Améry (seudónimo francés del ensayista austríaco Hans Mayer) a Hanna Arendt

No existe, pues, la “banalidad del mal”, y Hanna Arendt, que se refirió a ello en su libro sobre Eichmann, conocía al enemigo del hombre sólo de oídas y lo observaba sólo a través de la jaula de cristal.
(...)
Pero en el mundo de la tortura, el hombre subsiste sólo en la destrucción del otro. Una ligera presión con la mano provista de un instrumento de suplicio basta para transformar al otro, incluida su cabeza, donde tal vez se conservan las filosofías de Kant y Hegel y las nueve sinfonías completas y El mundo como voluntad y representación, en un puerco que grita estridentemente de terror cuando lo degüellan en el matadero. El torturador mismo puede entonces, cuando ha ejecutado todo, expandiéndose en el cuerpo del prójimo y extinguiendo cuanto le quedaba de espíritu a la víctima, fumarse un cigarrillo o desayunar o, si tiene ganas, ensimismarse en la lectura de
El mundo como voluntad y representación.
Cuando se cansaron de torturarme, aquellos tipos de Breendonk se contentaron con unos pitillos y seguramente dejaron en paz al viejo Schopenhauer. Pero no por este motivo, el mal que me infligieron era banal. Eran, si se quiere, estólidos burócratas de la tortura. Pero eran también algo más...

Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación
(trad. E. Ocaña, Ed. Pre-Textos, Valenca, 2004)

IV. El día después y los pasos

Por mucho que escuchara, siempre hablaban de lo mismo, la libertad, pero no decían ni una palabra de la sopa. Yo estaba, por supuesto, muy contento de que fuéramos libres, pero no podía evitar pensar que el día anterior no había ocurrido nada por el estilo, pero teníamos sopa.
(...)
“De todas formas –añadí- yo no me di cuenta de que eran horrores”. Se quedaron muy sorprendidos con mi respuesta y me preguntaron cómo debía interpretarse eso de que “no me di cuenta”. Entonces les pregunté qué habían hecho ellos en aquellos “tiempos difíciles”. -“Pues... vivir”, dijo uno. –“Intentar sobrevivir”, dijo el otro. Claro, observé, habían dado una paso tras otro. Querían saber qué significaba eso de los pasos, y yo les conté cómo se hacía eso en Auschwitz. Había que calcular más o menos –les dije, añadiendo que tampoco conocía los números exactos- unas tres mil personas por tren. De ellas, por ejemplo, mil hombres. Sin contar las personas que estaban al principio y al final de la cola, había que calcular un segundo o, como máximo, dos para cada examen de aptitud. Entonces, para los que nos encontrábamos hacia la mitad, como yo, había que calcular una espera de diez o veinte minutos hasta llegar al punto donde se decidía si íbamos al gas enseguida o nos quedaba de momento cierta posibilidad de seguir con vida. Entretanto, la cola se movía, avanzaba sin parar, todos íbamos dando pasos, más grandes o más pequeños, dependiendo de la velocidad del procedimiento.

Imre Kertész, Sin destino
(trad. Judith Xantus, Acantilado Ed., Barcelona, 2001)

V. Un cuenco de sopa

El pan, la sopa, era toda mi vida. Era un cuerpo. Tal vez menos aún: un estómago hambriento. Y sólo el estómago sentía pasar el tiempo.
(...)
De vez en cuando se me ocurría soñar. Con un poco de sopa. Con un suplemento de sopa.
(...)
Como no teníamos permiso para inclinarnos, cada uno había sacado su cuchara y comía la nieve acumulada sobre la espalda del vecino. Un bocado de pan y una cucharada de nieve.

Elie Wiesel, La noche, el alba, el día
(trad. Fina Warschaver, Muchnik Ed., Barcelona, 1975)

AT





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