Foto: J. X.
que un invierno
fueron visitados
por una pareja
de viejos artistas
que, en plena calle,
representaban escenas
de noviazgos,
en “pasos o entremeses”
propios del teatro picaresco.
Prevalecían en su repertorio
las representaciones de escenas
de noviazgos polémicos, inverosímiles,
dada la edad de los dos artistas
y su fragilidad.
De todos modos,
en su vida diaria,
pese a la burla de los aldeanos,
ambos seguían paseando
juntos, de la mano,
por las callejuelas
de aquel lugar apartado,
olvidado tras altas montañas.
Seguramente,
ya no hacían el amor,
ni nada de eso,
murmuraban algunos.
Ellos, los novios resucitados,
sin hacerles caso,
continuaban arriba y abajo
observando los escaparates
de las escasas tiendas de aquel lugar.
Paseando,
"con mis manos en tu cintura",
como recuerda Adamo en algún bar.
Habían muerto varias veces,
pero el dolor no los remataba,
y volvían a aparecer,
aquí o allá,
en este o aquel lugar,
con sus representaciones
de otros mundos.
Una niña y un niño
los miraban con ternura
desde una ventana,
maravillados,
al verlos pasar
tan sonrientes y ajenos,
danzarines,
con aquellos cuerpos
despellejados
por la vida
y
la muerte,
y despellejados otra vez
sobre el escenario
o la tabla redonda
del teatro callejero.
La novia
lucía una larga melena
de cabellos blancos y rizados,
y danzaba
como una dama del lago,
una Ginebra espectral,
muerta y resucitada.
Mientras que el novio,
un Lancelot
con ojos y pestañas
de unicornio triste,
iniciaba pasos de baile
al modo de un caballero artúrico,
muerto y resucitado.
Una noche se fueron del lugar
y nunca más volvieron.
En
un bosque ignoto,
debajo de un montón de hojas
de otoño y piedras musgosas,
yacían dos esqueletos,
abrazados,
sin nombre.
Ramas de jazmín crecían alrededor.

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