Foto: J.X.
Ya no era aquel niño de “buen corazón”, como decía su madre a otras madres.
Ahora tenía el alma carbonizada por las maldiciones de la edad.
Sentía, la culpa, muy adentro, extendiéndose entera por todo el cuerpo, tocando, manoseando las puntas del alma, atravesándola.
La culpa frota aristas en las entrañas, con dureza, con más y más dureza -hasta que se carbonizan mutuamente con el roce, aristas y entrañas-, y la culpa se diluye a través de las venas, un fuego líquido, feroz, que envenena al cuerpo y lo consume de la cabeza a los pies, del corazón al corazón.
La última esperanza, pues, era invocar una lluvia de sangre amorosa que le empapara a él y a su mala sombra. Sangre amorosa que cayera sobre la tierra abandonada, a cuyo abismo se precipitan las vendas rasgadas del amor envenenado, las vendas cortadas de las heridas mortales, jirones manchados de dolor arrojados al precipicio sin fondo.
Amor envenenado que ya no está envuelto, vendado, y que al precipitarse desnudo, durante la caída al vacío, será lavado con sangre amorosa y aparecerá la ceniza de la flor, que permanecía enmascarada bajo la piel, incólume al veneno.
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