Foto: J.X.
No
hace muchos años, cuando volvía a casa, después de dar vueltas y
vueltas por las mismas calles, le gustaba abrir el buzón y mirar los
mensajes, las revistas y los libros que solían enviarle por correo.
Pero, de un tiempo a esta parte, tiene miedo de su buzón, lo mira de
reojo cuando entra en el portal y teme siempre malas noticias.
Sobretodo, teme encontrar avisos urgentes de Hacienda, del
Ayuntamiento o de la Administración de Fincas que le alquiló el
piso hace cuarenta años. Cumple con las leyes, pero nunca espera
buenas noticias. Ni tampoco espera recibir generosas cartas, ni notas
delicadas, amorosas.
Va
por la calle mirando al suelo. Solo mira al suelo, como si buscara
algo que hubiera perdido. Cuando levanta la cabeza para cruzar una
calle, para entrar en una tienda o para devolver un saludo, pronto
vuelve a mirar al suelo, aterrorizado por la realidad, por lo que ha
visto en derredor.
Desde
que lleva una novia muerta en el corazón, o como se llame ese lugar
de su interior donde ella se reanima y sobrevive, esto lo sufre más
a menudo. Porque se trata de un sufrimiento radical, no de un duelo más
de la vida, decía.
Merodea,
pues, como si fuera un sospechoso de todo, con la mirada perdida en
el suelo, en la lejanía del suelo de unas calles donde ellos dos, la
novia muerta y él, acostumbraban a pasear, sin miedo a mirar lo que
les rodeaba, o lo que, a veces, les acechaba parapetado en las esquinas
del barrio.
Hubo
un tiempo, demasiado largo, en que llevó una vida desordenada, no
por la propia vida, sino por la muerte. Una vida desordenada por la muerte.
Cuando
en la sala blanca le quitaron casi toda esperanza y, sin embargo, le
propusieron nuevas terapias, ella, enérgica, se levantó de la silla
y respondió: "Basta ya, es la última vez, se acabó".
Ante el silencio profesional de los médicos, él dijo algo, en un
vano intento de prolongar la esperanza, la vida. Pero ella respondió
lo mismo, las mismas palabras. Entonces él, sin decir nada más en
aquella sala blanca, se quedó aferrado a un resto de vida, a una
promesa, desde la desesperación. Recuperaría, de la muerte, de la
pérdida, todo lo felizmente vivido con ella, en casas, en calles, en
bosques y playas, con nombres y cosas, y palabras, sobre todo
palabras y miradas. Pero también lo malvivido por ambos, y él solo,
y ella sola, al margen de las casas y las calles, sin bosques, sin el
mar, sin nombres ni cosas, y sin palabras, sobretodo sin palabras ni
miradas. Desde la desesperación. recuperaría todo lo felizmente
vivido y, a la vez, no renunciaría al dolor de lo malvivido, ella
sola, él solo, al margen, en los desvíos del trayecto sin fin, a
ninguna parte. "A mitad de camino entre ninguna parte y el olvido", como dice el narrador de una película.
Y eso fue lo que hizo. Dar la palabra al
primer encuentro, dichoso, jovial, pero también a las dolorosas
separaciones, hasta alcanzar el último reencuentro, un reencuentro vivificado, cicatrizado de raíz.
Hay
secretos para los cuales nunca es tarde la revelación. Revelarlos
elimina, mediante la palabra, el elemento demoníaco de la vida
oculta, de la vida secreta que, al no poder manifestarse, se convierte en incomunicación angustiada del mal frente al bien, como advertía Sören Kierkegaard. La palabra purifica. La aceptación de la
culpa y del dolor, la revelación, es el sacrificio que hay que
ofrecer.