No sabía qué decir y le hice una pregunta absurda: le pregunté si creía en el infierno.
Me respondió que el infierno ya estaba dentro de él, en este mundo. Y añadió, con el semblante y la voz cada vez más extraños: “Su muerte sí que es mi castigo. Su muerte es mi castigo”.
¿Su muerte? Me recordó que él también tiene una novia muerta, y que, en este mundo infernal, no puede haber, para él, un castigo peor que la muerte de ella. Éste era el castigo a su culpa, el peor castigo.
No quería hablar más, me dio la mano y se fue del bar, casi corriendo, o más bien huyendo de los recuerdos demasiado dolorosos y de las palabras.
Una vez solo, anduve merodeando por las calles, al azar, diciéndome en voz baja, como si alguien estuviera a mi lado: cada vez más extraño todo, cada vez más extraños los otros, uno mismo, las casas, las calles, todo.
Con pocas palabras él dice su extrañeza, yo digo mi extrañeza.
La extrañeza de uno mismo, de todo, del mundo entero.
Cada vez más extraños, y cada vez con menos palabras.
Las palabras, también, cada vez más extrañas, innombrables. Que no pueden ser dichas. Porque las palabras tienen sus silencios, sus propias sombras.
La vida y la culpa. La vida y la muerte.
La extrañeza.
Comentario de "Una lectora corriente":
ResponderEliminarSi te declaras culpable ante cualquier hecho, será difícil que te absuelvan por mucho que te amen.
Para eliminar la angustia que produce la culpabilidad, no hay nada mejor que saberse perdonar para obtener el perdón que te hace sentir en deuda.