Foto: J.X.
Casi a diario iba de una iglesia a otra, pero no encontraba a los espíritus que buscaba.
Un paso tras otro. A la derecha, el abismo. A la izquierda, la otra parte del abismo. En medio, las calles desoladas del barrio.
En siete u ocho de esas calles, en cada una de ellas, una iglesia o basílica, donde, hasta hoy, no había encontrado a los espíritus que buscaba.
Pero no se resignaba. Proseguiría en su búsqueda diaria de los espíritus, aquellos que debían esperarle en alguno de esos lugares sagrados, agazapados detrás de una columna, a distancia del fragor cotidiano de las calles y las casas. Ellos solos, a media luz. Así habían quedado citados en un sueño.
No tenía ya otra esperanza para ser absuelto por los delitos que había cometido. Lo que le quedaba de vida, y toda la muerte, dependían de ese encuentro con los espíritus.
Decía que en el polvo de los rincones de las iglesias había unos restos de espiritualidad (restos de amor perdido, confesaba a los más íntimos), unos restos que confirmaban lo que el sueño anunciaba.
No tenía ya otra esperanza.
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