Foto: J.X.
Ésta
es la historia de un amigo del barrio, el novio que visitaba a la
novia muerta, llevando una bolsa y una flores que ocultaban el
botellín y las dos copas de champán para brindar con ella (había
que hacerlo de manera discreta para no escandalizar a los otros
visitantes del cementerio marino).
Él
vivía en su casa, solo, como un vagabundo borrachín, pero no
molestaba a nadie.
No
estaba abandonado en la calle, desamparado, durmiendo en los cajeros
bancarios como otros muchos, informan algunos vecinos, los más
amables.
¿Ventajas?
Ninguna, según decía él mismo. A lo sumo, vivir un día más, sí.
Pero eso, para él, no era una ventaja, sino una desventaja que lo
atormentaba: despertar otra vez al día siguiente, vivir otro día,
un día más.
Si
fuera un caballo cojo o un perro incurable, decía, alguien tendría
el valor de matarlo para que no sufriera más, como en aquellas
películas del lejano Oeste.
Pero
él, a su edad, no tenía ese valor, estaba agotado (ya lo intentó
una vez, de joven, haciéndose el caballo cojo, y fracasó, y
sobrevivió), añade alguien que le da la mano, lo rescata y se lo
lleva al bosque de los espíritus, como si fueran dos enamorados en
busca de la novia muerta, que espera en el bosque con una copa en la
mano.
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