Foto: J.X.
Cuentan
que el novio vagabundo y borrachín que iba al cementerio a brindar
con la novia muerta (ocultaba un botellín de champán y dos copas en
una bolsa, bajo una ramo de flores), se duchaba dos veces al día
para que la muerte no le sorprendiera y le pillara de improviso, sin
estar bien aseado y preparado para salir.
Quería
asistir, limpio de cuerpo y alma, a la cita definitiva con la novia
muerta, y eternizar los brindis.
La
novia muerta sonreía mientras esperaba: ya conocía las manías y
angustias de él sobre la vida y la muerte.
Y
que a veces, la vida y la muerte, se esconden, amorosas, en la
oscuridad de las tapias de los cementerios, detrás de los árboles,
como dos enamoradas que entran y salen de los jardines cerrados. Sin
que los mortales las vean.
Si los mortales vieran lo que se esconde detrás de la oscuridad de las tapias de los cementerios, también ellos asistirían limpios de cuerpo y alma, con un botellín y dos copas de cava bajo un ramo de flores, mientras la novia muerta les espera sonriente para eternizar el brindis.
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