Encontró un poema en el suelo y lo leyó.
Cuentan que, por vivir demasiado,
el cuerpo se le desgarraba.
En cuanto a las cosas del alma,
todavía peor:
al quedarse enganchada
entre las costillas, el alma
no podía fugarse, eludir la culpa
(siempre hay astillas de hueso,
rencorosas, que no olvidan
la causa del dolor:
te agarran y no te dejan pasar).
A partir de entonces,
con el cuerpo desgarrado
y el alma que seguía
prendida al hueso,
enganchada entre las costillas,
le era imposible amar
sin el dolor de la culpa.
Con el cuerpo arrastrándose así
y el alma tan enganchada al hueso,
¡no hay quién viva,
no hay quién muera en paz!,
exclamó alguien.
Tiempo después, el lector de este poema fue encontrado muerto en la calle, asesinado, con el pecho abierto a cuchillazos. Tenía el corazón arrancado. Un papel arrugado, sin nada escrito, había sido introducido entre sus costillas desolladas, astilladas. Empapado en sangre, nadie supo nunca qué significaba aquel papel arrugado, enganchado al hueso.
Un perro vagabundo aullaba.
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