Foto: J.X.
Hoy
cambias las flores.
Hay
recambio para las flores de la novia muerta.
Hay
recambio para las debilidades del corazón.
No
hay recambio para la memoria.
Ni
para la sangre derramada hasta morir en la calle, o muy lejos, entre las flores.
Ni para el alma.
Balbucear
una plegaria de silencios en el vacío no es lo mismo que rezar con
fe, o cierta fe. No todos podemos rezar en una iglesia. Ni recambiar la memoria o el amor como si fuera un
cambio de cromos repetidos, ni obtener un recambio de purezas infantiles, de
ilusiones troceadas, usadas. Todo cambia, es verdad, cuando empiezas
a morir joven, con todos los sentimientos por el suelo. Todo cambia, cuando las gotas de sangre que caían en
el mostrador de mármol de una tienda (carne despiezada, corazón y alma colgados de los ganchos)
comienzan a caerte sobre la piel.
Y
te quedas petrificado, un coágulo en la piedra, infancia y juventud
condenadas y encadenadas en la sangre petrificada, desamada.
Aunque
sí que puedes esperar sentado en una iglesia, sin nadie o casi nadie, sin rezar,
solo, esperando en vano, sentado, permaneciendo en silencio, amando
en solitario a quien mal amabas porque habías olvidado amar. Porque llevabas el amor como un colgajo, como un despojo que te había quedado dentro, colgando, amor despellejado desde aquella noche de pena y perro en que ella, viajera, aún no había llegado de Grecia a la cita secreta, con su nombre liberador y la mano abierta, siempre abierta.
Hoy cambias las flores para ella, que no está aquí, ni en París, ni en Grecia, ni en el sendero de un bosque, pero las cambias para ella, que amaba las flores y que te hizo amarlas desde el amor despellejado que te esclavizaba.
Porque fue ella quien te rescató del desamor, del olvido del amor y sus colgajos, y te hizo amar.
Porque es ella quien te hace amar.
Aunque no esté, es ella quien te rescata de sí misma, de su propia muerte, y te hace amar en territorio de cautividad.
Es la sangre amorosa de la mano abierta, rasgada con espinas de zarza, que humedece tu alma petrificada y derrite la prisión de hielo que te encierra.
Es la sangre amorosa.