Foto: J.X.
Después de entregarle un par de rosas blancas a la novia muerta y brindar con ella, he entrado en un bar y he pedido una cerveza en la barra.Un hombre me observa desde que he entrado. Se baja la mascarilla. Veo que tiene el rostro gastado, demacrado, y una cicatriz en forma de cruz en el rostro. Se sube la mascarilla. Finalmente, se ha acercado a mí y se ha disculpado por su mal aspecto. No he sabido qué responder y no he dicho nada.
Entonces me ha contado que hace ya unos años que fue crucificado por una memoria sangrante, su memoria, y que por eso tiene estigmas de clavos y espinas clavados en la carne, y esa cruz en el rostro demacrado. Oculta señales dolorosas por todas las partes del cuerpo, me explica, ante mi asombro. Es este tormento de la memoria lo que le da tan mal aspecto, este rostro demacrado, de espectro casi, dice él mismo, una cara marcada por los clavos y las espinas de cada recuerdo, de cada fechoría hecha por él y que guarda en la memoria ensangrentada, que lo crucifica a diario, desde hace tiempo.
Conmovido por su confesión, le he respondido que no debe disculparse por tener mal aspecto, que todos arrastramos alguna cruz de los días más desgraciados y tristes de nuestra vida.
Sonriendo, ha movido la cabeza, como negando mis palabras, y ha señalado (bajándose otra vez la mascarilla y resiguiendo con un dedo la cruz cicatrizada del rostro) que hay cruces y cruces. Unas son más llevaderas que otras, dice, pero la mayoría de ellas no desmejoran el rostro tanto como en su caso, demacrándolo, señalándolo con una cruz.
De pronto, nos hemos quedado los dos en silencio, encogidos, ambos haciendo la señal de la cruz del rostro al pecho, como supersticiosos o suplicantes que ruegan perdón y ayuda a no sabemos quién, arrepentidos, aceptando el dolor, la pena del castigo.
Hemos pedido otra cerveza.
Al cabo de un rato, nos despedimos, pero antes el hombre del rostro demacrado me susurra unas palabras enigmáticas: "Aquella nuestra noche de pena y perro, que se extiende a otros muchos días y muchas noches de pena vagabunda y perro extraviado".
Nos despedimos de nuevo y salgo del bar.
Mientras regreso a casa, inquieto, confundido por aquellas últimas palabras, voy pensando que la pandemia que estamos sufriendo enmascara públicamente el dolor, la soledad de cada individuo que se refleja en el rostro.
La máscara oculta el rostro demacrado del doble confinamiento, el físico y el espiritual.
El dolor, la soledad, no se detienen en los ojos, en la mirada, se derraman hacia lo hondo e impregnan la tierra.
Abajo, más abajo.
No hay mejor manera que este crudo relato, de cómo describir la cruz que llevamos todos a causa del ataque vírico que crucifica tanto a quien ha cometido malas acciones como a quien está libre de culpa. La máscara cubre parte del dolor, y la forma de andar, la voz, los ojos, delatan el resto de nuestro cuerpo maltratado.
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