Foto: J.X.
Ahora tenía otro aliciente más valioso, aunque fuera una forma de lavarse semejante, e igual de triste. Se aseaba para visitar a la novia muerta y brindar con ella. Mientras estuviera con ella, brindando, escurriría el bulto y la muerte se iría de vacío. Sin embargo, no la temía; es más, a veces era él quien reclamaba su presencia y acabar de una vez con tanta comedia de vida y muerte, con tantas vanas esperanzas. No temía, pues, a la muerte, sino al dolor que a menudo la anuncia a distancia.
De todos modos, ahora iban a hacer un brindis y para poder celebrarlo era necesario escurrir el bulto a la muerte (y hacerlo con discreción, sin escandalizar a otros visitantes, ni llamar la atención de algún funcionario que podría amonestarles por el tintineo de las copas y por querer revivir un brindis en la Isla II del cementerio).
La muerte tendría que aguardar otro día, otro momento, para salirse con la suya y llevárselo al polvo más puro, donde dicen que los huesos, aunque pelados de piel, siguen enamorados, y la sangre amorosa no sangra.
Y esto es lo que hacemos todos cada día, a veces deseamos la muerte, pero lo cierto es que no cesamos de luchar para que tenga que esperar un día y otro, antes de convertirnos en polvo de huesos pelados, y sangre amorosa que no sangra.
ResponderEliminar