Cuenta
la leyenda que hubo una vez un pueblo donde hacían enmarcar en oro y
diamantes en bruto -aún no habían pisado aquellas tierras los
colonialistas que pulimentaban el oro y los diamantes para sí- el
conjunto de leyes que renovaban cada vez que nacía una niña. En
aquel pueblo legendario nacían más niños que niñas. De ahí la
renovación que era necesaria e imprescindible, decían, cada vez que
nacía una niña, para recordar al pueblo que nada es eterno y
adaptar las leyes a la nueva vida. Así pues, el nacimiento de una
niña era interpretado por los adivinos como la llegada de un tiempo
nuevo, de renovación. Nacimiento de un ser considerado como
renacimiento de un pueblo.
Pero
un día llegaron las huestes de otros pueblos lejanos, bárbaros, que
tenían otro concepto de la vida y la jurisprudencia, rechazando por
ley que en este mundo todo vive, muere y se renueva. Abolieron las
leyes del pueblo colonizado y les aplicaron lo que ellos denominaban
“la legislación vigente de los juristas muertos”. En dicha
legislación prevalecía el derecho de los muertos sobre los
habitantes vivos, los cuales debían someterse a lo dictado muchos
siglos antes por los juristas muertos.
Legislación
rigurosa de tradiciones políticas y religiosas, regulación estricta
de costumbres familiares y usos sexuales, esclavitud temporal en los
trabajos agrícolas y artesanales, y la aplicación en general de la
Teoría del Rombo Circular en cuanto a territorios, economía,
hacienda, ejército y otros ámbitos (estaba terminantemente
prohibido preguntar o cuestionar la Teoría del Rombo Circular, cuyo
nombre, argumentaban los más entendidos, ya significaba por sí
mismo y explicaba el contenido).
Por
lo tanto, ua normativa intocable, inmodificable, fijada de una vez
para siempre y de obligatorio cumplimiento, so pena de exclusión
social y familiar, castigada con prisión y trabajos forzados en las
minas de oro y diamantes. Normativa que era conocida majestuosamente
como: “La suprema ley vigente de los juristas muertos sobre la vida
cotidiana”.
En
resumen, cuenta la leyenda (con cierta reiteración de estilo, justo
es decirlo) que en aquel pueblo de bárbaros colonizadores estaba
legislado, con toda claridad y contundencia, el rechazo y menosprecio
a cualquier cambio o evolución. Ignorando cualquier modificación de
la realidad, hubiera diluvios o terremotos, incendios o inundaciones,
puesto que lo establecido, la realidad geográfica y política, era
siempre única y la misma, como los dioses.
Por
supuesto, tenían terminantemente prohibido la celebración del
nacimiento de cualquier niña.
María Sonia Quevedo Hoyos: Tremendo.
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