No
quería palabras póstumas. Dicen que en el testamento dejó escrito
que no fuera nadie a su funeral, absolutamente nadie. Es más, exigía
que no se celebrase ningún funeral. Pero como no se fiaba nada de su
familia ni del notario, dispuso aparte una cláusula exigiendo que,
en caso de no poder imponer su autoridad (por razones obvias) para
evitar el funeral y éste se celebrase a pesar de todo por imperativo
familiar, sólo podrían asistir al mismo desconocidos, gente anónima
con la que el difunto no hubiera tratado ni hablado nunca. Ni familiares, ni
amigos ni conocidos deberían aparecer por el funeral, ni leer un solo poema o prosa. Quedaba
absolutamente prohibida su asistencia. También les recomendaba que
sus comentarios y elogios póstumos se los guardaran en otro sitio, donde les
cupiera, y los dedicaran a otros muertos, menos sensibles y precavidos
que él, a otros que se sintieran menos incómodos en el ataúd por el ruido de las palabras
póstumas.
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