jueves, 4 de diciembre de 2008

Caprichos de Diciembre con Pink Floyd y Alicia

Juguete de madera (1916), diseñado por J. Palau Oller














J.Tenniel

YouTube - Alice in Psychadelialand - Pt. 1.5

De narices, hipos y otros resfriados clásicos


Tras la pausa de Pausanias (los sabios me han enseñado a hablar así por isología), dice Aristodemo que tenía que hablar Aristófanes, pero le ocurrió que, bien fuera por hartazgo o por alguna otra cosa, un hipo le hervía en el estómago impidiéndole hablar. Aristófanes se dirigió entonces a Eryxímaco, el médico, que ocupaba el lugar siguiente al suyo:
Eryxímaco -le dijo-, tú que eres una persona de bien, párame este hipo o habla en mi lugar mientras yo me lo detengo.
–Ambas cosas haré –dijo Eryxímaco-, yo hablaré en tu lugar y tú en el mío cuando se te haya pasado el hipo. Mientras yo hablo, contén la respiración algún tiempo y el hipo desaparecerá; si no se te pasa, haz gárgaras con agua; y si el hipo es tan fuerte que persiste, coge algo con que puedas hacerte cosquillas en la nariz y estornuda: si lo haces una o dos veces, el hipo desaparecerá por más tenaz que sea.
–Habla, pues, tú ahora –repuso Aristófanes; yo haré lo que tú me has dicho.

Platón, El banquete
(trad. Manuel Sacristán, Icaria Literaria, Barcelona, 1982)

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Mis emociones eran una mezcla de desesperación y deleite. De nuevo hubiera querido saber quién había estornudado la víspera.
Dije:
-Por favor, entregue a Su Majestad esta contestación y ayúdeme a reparar el daño que se ha hecho.

Un simple estornudo podría desmentir
a alguien cuyo amor fuera escaso,
pero es realmente triste que la que quiere
de verdad sufra por algo tan trivial.

Según se sabe la maldición del dios Shiki es atroz.
Aun después de mandada la respuesta, me sentía muy desdichada y seguía preguntándome quién era el que había estornudado.

Sei Shonagon, El libro de la almohada
(trad. J.L. Borges y M. Kodama, Alianza Ed., Madrid, 2004)

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Otro bolsillo lo llevaba lleno de euforbio pulverizado muy sutilmente, y lo metía en un pañuelo para sonarse las narices, muy bonito y fino, que había hurtado a la bella lencera de palacio al tiempo que le quitaba del seno un piojo que él mismo había puesto alli. Y cuando se hallaba en compañía de algunas señoras, poníase a hablar de ropa blanca y les metía la mano por el escote.
-¿Es obra de Flandes o de Hainaut? –les preguntaba.
Y sacando el pañuelo-: Ved qué obra tan fina. ¿Es de Frontignan o de Fuenterrabía?
Y movía el pañuelo cerca de la nariz de la dama, el cual hacíale estornudar cuatro horas seguidas. Durante ese tiempo él ventoseaba como un rocín, y la mujeres, riéndose, le decían:
-¡Cómo! ¿Peéis, Panurgo?
-No, señora –respondía éste-. Doy los acordes de contrapunto a la música que vos tocáis con la nariz.

Rabelais, Gargantúa y Pantagruel
(trad. T. Suero/J.M. Claramunda, Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1989)

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PROCURA ENMENDAR EL ABUSO DE LAS ALABANZAS DE LOS POETAS
(Fragmento)

¡Qué preciosos son los dientes,
y qué cuitadas las muelas,
que nunca en ellas gastaron
los amantes una perla!

No empobrecieran más presto
Si labraran, los poetas,
de algún nácar las narices,
de algún marfil las orejas.

¿En qué pecaron los codos,
que ninguno los requiebra?
De sienes y de quijadas
nadie que escribe se acuerda.

(...)

Hortelanos de faciones,
¿qué sabor queréis que tenga
una mujer ensalada,
toda de plantas y yerbas?

Francisco de Quevedo

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Defino la nariz como sigue, -suplicando de antemano a mis lectores, hombres o mujeres, de cualquier edad, condición y naturaleza que sean, que por amor de Dios y por la salvación de sus almas, se guarden contra las tentaciones del Malo y contra sus sugerencias, y no le permitan meter, con las artes y argucias que sea, en sus mentes otras ideas que las que yo pongo en mi definición. -Pues por la palabra Nariz, a lo largo de todo este capítulo sobre narices, y en cualquier otro lugar del libro donde aparezca la palabra Nariz, -declaro que por este término entiendo una nariz, nada más y nada menos.

Laurence Sterne, Tristram Shandy
(trad. A.Mª. Aznar, Ed. Planeta, Barcelona, 1976)


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Con el objeto de producir digestiones artificiales, comprimieron carne en una ampolleta que contenía jugo gástrico de pato, y la llevaron bajo las axilas durante quince días, sin otro resultado que infectar sus cuerpos.
Se los vio correr a lo largo del camino principal, vestidos con ropas mojadas, bajo el ardor del sol. Era para verificar si la sed se aplaca mediante la aplicación de agua sobre la epidermis. Volvieron jadeando y acatarrados.

Flaubert, Bouvard y Pécuchet
(trad. Aurora Bernárdez, Barral Ed., Barcelona, 1973)


El sofista caprichoso

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